Comunicación afectiva.


La comunicación con nuestros hijos comienza meses antes del nacimiento. Los movimientos que siente la madre en su vientre, le dicen que su bebé esta creciendo, en otras palabras esa conducta motriz entregó un mensaje a la futura mamá, entonces ella acaricia tiernamente su vientre como una forma de responder a esa señal, aun cuando el bebé todavía no tiene la capacidad para comprender. Lo importante de esta rudimentaria comunicación es el desarrollo de una relación afectiva que debiera fortalecerse en el transcurso de toda la vida.

La trascendencia de la comunicación afectiva se puede apreciar en todos los ámbitos del desarrollo humano, esto ocurre por que en ella participan dos conceptos fundamentales de la esencia del ser humano, las emociones y los sentimientos.

Las emociones forman parte de la historia genética de los seres humanos y le han permitido adaptarse a las condiciones que le entrega el entorno desde tiempos inmemoriales. Por ejemplo ante situaciones peligrosas se activa la emoción del miedo, automáticamente el cuerpo responde y se prepara para reaccionar, mientras la atención se coloca sobre aquello que desencadena el miedo y se evalúan las posibilidades de acción para responder al peligro. En los niños también se manifiestan las emociones, es común que tengan pesadillas que le provoquen miedo, cuando esto ocurre y logran despertar, manifiestan su emoción a través del llanto, y buscan los brazos protectores de los padres. En las dos situaciones las emociones juegan un papel importante para la sobrevivencia de las personas.

La importancia de las emociones en los niños esta dada por la participación que tienen en su desarrollo y en la formación de su personalidad. Es importante señalar que las emociones son respuestas fisiológicas automáticas y breves que se desencadenan ante algunos estímulos, esto quiere decir que no podemos evitar que aparezcan. Cuando en un niño se activa la emoción de la tristeza producto de alguna situación penosa para él, su cuerpo reacciona a través de una serie de cambios hormonales que activan el llanto, esto es parte de nuestra biología. Pedirle a un niño en el que se ha desencadenado una emoción de tristeza que no llore, es como pedirle a un tren que viaja a alta velocidad que se detenga automáticamente. El llanto del niño debe seguir su curso natural, él niño debe expresar sus emociones de igual forma que debieran hacerlo los adultos. Penosamente en nuestra cultura hay muchas frases que abogan por lo contrario: “los hombres no lloran”, “las niñitas lloran”, “los hombres deben ser fuertes”. Por el contrario se le da relevancia a aquellas emociones que tienen que ver con la agresividad, en ese sentido no son pocos los padres que le gritan a los niños, no llores!!. Por un lado se le impide manifestar una emoción al niño y por otro le están enseñando de manera agresiva cómo dar una orden para que esto ocurra. Probablemente ese niño cuando sea padre se comportará de manera similar con sus hijos, con su esposa, compañeros de trabajo, etc. sin mencionar la serie de conflictos emocionales que probablemente le acompañarán el resto de su vida, producto de esta represión.

Considerar las emociones como parte de nuestra herencia genética nos libra de cualquier connotación negativa que se le pudiera atribuir, el enojo, la ira, la tristeza, el miedo, la alegría, sorpresa, son parte de nuestra vida. El problema lo provoca la cultura cuando nos dice que algunas emociones son malas, y nos impiden manifestarlas de manera saludable. Si pudiéramos detener el tren que viaja a una alta velocidad en un segundo, este se descarrilaría y provocaría un daño enorme. Si pudiéramos hacer que un niño dejara de llorar en un segundo, le provocaríamos el mismo daño y si esta conducta se repitiera de manera constante, dicho daño sobre su personalidad podría llegar a ser irremediable.

Por otro lado los sentimientos son elaboraciones subjetivas sobre las reacciones emocionales que experimentamos, por ejemplo cuando se manifiesta la emoción de la ira nuestro cuerpo se tensa, el ritmo cardiaco aumenta, el tono facial y la voz se alteran, etc. Pero luego de un momento la ira da paso a la quietud y el cuerpo se relaja. En ese momento la persona comenzará a realizar una serie de elaboraciones subjetivas sobre lo que desencadenó esa emoción, pudiendo dar paso a un sentimiento, por ejemplo el odio. Este sentimiento será duradero. En el caso anterior, donde no se le permitía llorar al niño, podemos decir que él podría comenzar a albergar un sentimiento de odio que reprimirá por el tiempo, pero tarde o temprano manifestará ese odio acumulado. No sería extraño que en el transcurso de su vida se convierta en un adolescente rebelde, con problemas conductuales en el colegio, conductas antisociales o problemas existenciales, y más tarde llegue a ser un adulto con dificultades para establecer vínculos afectivos, relaciones sentimentales estables, etc.

Resumiendo, podemos decir que lo más importante en la comunicación afectiva como observamos en los ejemplos, es el reconocimiento de todas las emociones como manifestaciones naturales de nuestra vida, si el niño tiene una pataleta es preciso que libere toda esa carga energética de una manera saludable, si el niño tiene pena y quiere llorar lo debe hacer, si el niño esta enojado por algo que no le pareció, es necesario que se le otorgue el espacio para que lo manifieste.

Es parte del rol de los padres reconocer el momento de cuando ser tolerantes, pacientes o comprensivos, de poner límites, guardar silencio o jugar con nuestros hijos, porque la vida se encargará de otorgarnos momentos para todo, de nosotros dependerá que sepamos aprovecharlos y crecer juntos como familia.

De esta manera sabremos prestar atención a las demandas afectivas de nuestros hijos, escucharlos cuando tienen algo importante que contarnos (aunque para nosotros no lo sea), incentivarlos en aquellas áreas que sean de su interés, felicitarlos por sus logros, darnos el tiempo para compartir con ellos y que ese tiempo sea el mejor momento del día para ellos. Si aplicamos estas simples pautas en nuestra relación con los niños ya estaremos construyendo una buena comunicación afectiva, y contribuyendo para la sana salud emocional de nuestros hijos y nuestra familia.

Leonor Merino Barrueto,
Psicóloga.

Las pataletas



Durante el segundo año de vida de los niños se aprecian una serie de cambios físicos y psicológicos que señalan el inicio de una nueva etapa en su desarrollo. Desde hace algún tiempo han comenzado a explorar todos los lugares de su entorno más cercano, agudizando su capacidad exploratoria que los llevará a descubrir mundos nuevos cada día. Un incipiente vocabulario acompaña sus acciones diarias y las primeras manifestaciones de independencia forman parte su conducta.

Los almuerzos y comidas ya no requieren de la ayuda de un adulto, el niño se siente capacitado para sumir esta tarea por sí mismo, por lo menos así lo hace ver. Toma sus ropas y con gran dificultad logra ponerse la manga de una polera y se niega a recibir ayuda si le tienden una mano, se siente cómodo y seguro manipulando diversos juguetes aunque quisiera tomar aquellos objetos que le han sido vetados por sus padres y que son en extremo peligrosos. En esta etapa él busca fortalecer su independencia, cuestión que le ocasionará más de algún problema con sus padres, quienes comenzarán a poner algunos límites al pequeño hombrecito o mujercita de la casa.

Esta etapa que algunos denominan “periodo de obstinación” o “periodo de negativismo” se puede apreciar en la mayoría de los niños entre los dos y tres años de edad, aunque puede extenderse hasta los cinco. Durante este periodo el niño tiene un tipo de pensamiento egocéntrico que le impide ver su opinión como una más dentro de muchas otras. En otras palabras, para él, el mundo gira en torno suyo. Esto que podría parecer extraño frente a los ojos de los adultos es una conducta normal y necesaria durante este periodo del desarrollo.

En este etapa de la vida surgen las primeras manifestaciones de pataletas, las que podríamos definir como expresiones normales ante una situación de frustración que ha vivenciado el niño. Si bien su capacidad motora le permite realizar una serie de actividades, la motricidad fina aun no esta bien desarrollada, provocando algunas situaciones que desencadenan sentimientos de rabia en el niño, por ejemplo el tratar de ponerse un calcetín sin obtener el resultado deseado puede provocar sentimientos de rabia y frustración, desencadenando una pataleta.

Otras situaciones que desencadenan pataletas son aquellas relacionadas con los límites. Si consideramos que en esta etapa busca fortalecer su “independencia” y además posee un pensamiento egocéntrico, no es de extrañar que muestre rabia e incluso ira cuando siente que sus deseos le son coartados por otras personas, especialmente por sus padres. Ellos reaccionan con golpes de pie y puños acompañados por gritos en medio de un llanto colérico, también pueden llegar a golpear su cabeza contra el suelo o muro, morderse las manos y revolcarse vívidamente en el suelo. Todas estas manifestaciones de frustración pueden resultar dolorosas para los padres, no es fácil ver a un hijo en una escena como esta sin dejar de sentirse impotente.
Ante las pataletas de los niños muchos padres adoptan dos actitudes diametralmente opuestas, por un lado están aquellos que actúan de manera extremadamente permisiva esto quiere decir que ante la más mínima señal de pataletas bajan los brazos y dejan que el niño haga su voluntad, aunque implique romper límites básicos que el niño debiera respetar. Por ejemplo, un padre que deja que su hijo de dos años juegue con un lápiz puntiagudo después de un episodio de pataletas. En el otro extremo están aquellos padres que ante la mínima manifestación de pataleta, toman al niño y lo dejan en una pieza solo, hasta que se le pase la “maña”, o peor aun, lo reprimen duramente evitando que el pequeño manifieste su rabia, impidiendo incluso que llore.

Los dos extremos dejan huellas negativas en la personalidad del niño, debemos recordar que los pequeños a esa edad no tienen la capacidad cognitiva para elaborar de manera distinta la frustración, un adulto cuando siente rabia puede no manifestarla, un niño NO puede hacer eso.

En el primer caso, los padres demasiado permisivos impiden que el niño vivencie la frustración, provocando a la larga una baja tolerancia a la misma durante las etapas posteriores de la vida. En el segundo caso los padres coartan el desarrollo del niño, probablemente en las etapas posteriores de su vida sea una persona con poca participación en su entorno, sin mucha iniciativa, con una actitud de sometimiento, rabia, frustración, entre muchas otras características que denotan las personas que han tenido una crianza marcadamente rígida.

Entonces, ¿qué hacemos?, lo primero es considerar las pataletas como conductas normales en el desarrollo del niño, es su forma de comunicar su rabia y frustración. En segundo lugar las pataletas se manifiestan de maneras distintas, ningún niño es igual a otro. Por último debemos considerar que el abordaje de las pataletas tiene efectos positivos o negativos en la formación de la personalidad del niño, esto depende del estilo de crianza que asuman los padres.

Un estilo de crianza saludable para los niños es aquel que tiene una justa medida entre lo permisivo y lo autoritario, esto lo podemos encontrar en los llamados padres “autoritativos”. Ellos fijan reglas claras y firmes, pero mantienen el cariño y seguridad que necesita el niño. Si su hijo tiene una pataleta, adoptan una actitud firme y al mismo tiempo acompañan a su hijo en esos momentos, incluso lo toman del brazo y le explican el porqué de su decisión, aunque el niño no sea capaz de comprender las razones notará el cariño y la preocupación de los padres, vivenciando la frustración de una manera distinta, más sana. Una de las cosas más importantes para el niño en esta etapa es sentirse seguro y querido por sus padres.

Si él acepta la frustración como una parte de la vida que no representa peligros para su subsistencia, comenzará a tolerarla de manera saludable, y en el futuro se adaptará de mejor manera a las situaciones difíciles de la vida.

José Luis Torres Cañoles.
Psicólogo

La autoestima.



La autoestima es la imagen que tenemos sobre nosotros mismo y que hemos forjado durante nuestra vida, aunque es preciso señalar que esta imagen depende en gran medida de las respuestas ambientales que hayamos recibido por nuestras acciones, siendo la niñez y adolescencia periodos críticos en esta formación.

Tener una autoestima alta o positiva nos permite desenvolvernos de manera sana y segura en los distintos ámbitos de la vida. Por el contrario, tener una baja autoestima, conlleva a la aparición de una serie de conflictos emocionales.

Los padres, familiares y cuidadoras tienen una importante labor en el desarrollo de la autoestima de los niños y jóvenes, deben ser cuidadosos con las palabras e ideas que transmiten en el cotidiano vivir. En este sentido es importante considerar la particularidad del niño como algo que gravita sobre su conducta. Que un niño sea más o menos “obediente” nunca debe ser sinónimo de bueno o malo.

Si tuviéramos que trabajar sobre reglas generales que nos sirvieran de pautas para cultivar una autoestima positiva en nuestros niños, tendríamos que señalar como punto inicial, la comunicación afectiva, esta permitirá cimentar una base emocional más o menos sólida para desarrollar una confianza básica durante los dos primeros años, la base de una autoestima positiva es sentirse seguro de sí mismo.

Después del segundo año de vida, el niño comenzará a buscar los espacios necesarios para desarrollar una incipiente independencia en algunos ámbitos, en este momento él iniciará una serie de acciones que ante los ojos de un adulto resultan inapropiadas. Por ejemplo, romper un libro que quedo sobre un sillón. Él ve en ese hecho una posibilidad de entrenar su avanzada capacidad motora, él aun no sabe que eso es un libro que no debe romper.

Cuando esto ocurre, hay muchas maneras de afrontar la situación pero se debe tener en cuenta que el niño pequeño aun no es capaz de distinguir “lo correcto de lo incorrecto”, “lo bueno de lo malo” .Tendrá que pasar algún tiempo antes de que el niño aprenda a hacer esa distinción, tiempo en que nosotros de buena manera lo apoyaremos en su aprendizaje, porque nosotros los adultos si sabemos hacer esa distinción. En este punto es trascendental detenerse un momento a reflexionar sobre el cómo debemos hacer las cosas, porque de eso podría depender la forma que adoptaremos para relacionarnos con nuestros niños.

Una vez que nos hemos dado cuenta de que el niño requiere de nuestra ayuda para comenzar a integrarse de manera saludable a nuestro mundo, debemos tener la certeza de que esto requerirá una cuota importante de paciencia, tal vez rompa varios libros si tiene la posibilidad de hacerlo, antes de que entienda que los libros no se rompen, se leen. En este camino es importante considerar la conducta del niño como aquello que debemos modificar, para él la mayoría de las cosas que realiza son parte de un juego. No se debe caer en la descalificación ni en los ataques personales. Frases como “eres un tonto, no entiendes nunca”, “no sirves para nada”, “sólo das problemas” “eres un niño malo”, son ejemplos de aquello que menoscaba la personalidad de un niño, y aportan a la formación de una baja autoestima. De esta forma, probablemente el niño nunca más romperá un libro, pero ¿cuál es el costo emocional de esto?, sólo lo sabremos cuando este niño llegue a su adolescencia, manifestando las primeras consecuencias de esta forma de represión.

Otra situación que ayuda a fomentar la baja autoestima en los niños, son las cargas emotivas de culpa que se depositan sobre ellos, frases como: “hay muchos niños en el mundo que no tienen que comer y tu no te quieres comer tu comida”!, o “me voy por que tu te portas mal”, son recurrentes en muchas personas. Las culpas que depositan los adultos sobre los niños tienen un efecto negativo en la formación de la personalidad, y sus efectos pueden perdurar toda la vida.
Sin embargo, poner límites claros en la formación de los niños es necesario para su desarrollo. Ellos deben aprender a respetar las normas que se establecen, y vivenciarlas como parte de la vida. Por otra parte la conducta de los adultos debe siempre ser coherente con lo que se le pide al niño, de lo contrario crearán confusión en ellos. Como ya mencionamos el niño aun no tiene la capacidad cognitiva para discernir entre lo bueno y lo malo, eso lo aprenderá de nosotros y requerirá de un tiempo. En este punto debemos ser pacientes porque el niño va a transgredir los límites de manera recurrente, y despertará el enojo del adulto que lo cuida, en ese instante se debe hacer una pausa. El enojo despertará la rabia y esta la agresividad, pudiendo desencadenar una conducta agresiva contra el niño que poco sabe aun de normas. Si se hace una pausa en ese momento la rabia pasará y se podrá actuar de manera más prudente con el niño. Debemos ser firmes con los límites que se establecen, pero nunca debemos perder el norte: respetar y cultivar una autoestima positiva. Cualquier tipo de conducta agresiva hacia el niño, daña su autoimagen, además genera conducta agresiva en él, probablemente la reprimirá por un tiempo, pero tarde o temprano la manifestará en la casa, el colegio, la calle, el trabajo, su familia, etc.

Los niños requieren del apoyo afectivo de los padres, es necesario y saludable que ellos demuestren afectivamente su aprobación ante aquellas conductas que resultan positivas en el niño, lavarse lo dientes, comerse la comida, ordenar sus juguetes, hacer las tareas, son pequeños logros que el niño realiza en su vida. Las muestras de aprobación y cariño fortalecen la autoimagen de los niños. Algunos adultos consideran que mostrarse afectivos con los niños, crea en ellos, una personalidad débil, esto es una falacia, y al igual que muchas otras creencias populares son parte una cultura que debemos pensar.

Trabajar por una autoestima positiva debe ser una labor diaria de los padres, familia y cuidadoras. Sólo así se estará contribuyendo al desarrollo de niños sanos y adultos psicológicamente más plenos.


José Luis Torres Cañoles,
Psicólogo.